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jueves, 11 de febrero de 2016

Capítulo 10.

—¿Está viva?
—¿Cómo no va a estar viva, idiota?
—Scott le ha dado muy fuerte.
—Sois unos exagerados.
—Pues yo creo que sí que ha muerto.
—Callaos ya, gilipollas. Está despertando...

Abrí los ojos a duras penas, escuchando palabras a lo lejos que se me hacían difíciles de entender. Estaba tumbada en el suelo, y las luces de la sala de entrenamiento me golpeaban directamente en la cara.
Empecé a distinguir sombras, y poco después ya podía separar las voces y ordenar las palabras que llegaban a mis oídos. Y cuando al fin conseguí abrir los ojos del todo no me sorprendió encontrarme con las caras de cuatro personas justo encima de mí, a una distancia impresionantemente incómoda.
—Os lo he dicho, no estaba muerta —sentenció María, poniéndose de pie y cruzándose de brazos.
—Pero por poco —añadió Finn.
—Lo que pasa es que sois todos unos débiles. Un pequeño golpe en la nuca y ya estáis montando el teatro.
—Perdonad, pero sigo aquí —interrumpí—. ¿Me ayudáis a levantarme? Un poco de compasión, coño.
Dicho y hecho. Muy listos no, pero al menos serviciales sí son.
—¿Recuerdas lo que ha pasado?
—Creo que... Vine a entrenar, y me encontré con Scott, que estaba con los sacos de boxeo —lo miré, y me miraba, pero tenía una expresión que no conseguía descifrar—. Estuvimos entrenando un poco de lucha cuerpo a cuerpo, y lo último que recuerdo es ver cómo alzaba la pierna. Y ahora estoy aquí contándoos esto.
—Tío, eres un bruto. ¿Aún no eres consciente de la fuerza que tienes? —regañó Aroa a Scott, quien rodó los ojos—. Te dio un golpe con el talón en la nuca. Un poco más fuerte y esto se habría quedado en algo más que un susto.
—Bueno... No importa. No ha pasado, así que ya está —dije—, podemos olvidarnos del asunto.
—Si tu lo dices... —Finn miró de reojo al castaño que había sido mi agresor—. Te he hecho un pequeño chequeo y parece que no tienes contusiones en el cerebro ni nada roto. Creo que estás bien, aun así, no nos hemos atrevido a moverte. Pero deberías descansar.
—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
—Una hora y media, calculo.
—Suficiente descanso. Voy a seguir entrenando.
—Pero... —Mi mirada le hizo callarse—. Bueno, de acuerdo, pero lleva cuidado. Y tú —señaló a Scott—, también.

Entre vosotros y yo, últimamente no he estado muy bien. Todo el cambio que ha sufrido mi vida me ha afectado más de lo que me gustaría admitir.
Llevamos ya en el almacén unos diez días, en los que han habido un par de ataques a los que han tenido que asistir Scott, Andrea y Aroa como agentes de La Por, y en los que María, Finn y yo hemos comenzado a entrenar. Y no solo nosotros.
Esto es una locura. En el almacén del PPV hay por lo menos 40 internos comenzando a entrenar para desarrollar sus habilidades para aprovecharlo en nuestro beneficio. Y en lo que llevamos viviendo aquí he conocido a personas que lo llevan bien, otros que lo llevan regular, otros que lo llevan mal y otros que visitan al psicólogo cada día. No sé yo si también me lo debería empezar a plantear.
El caso es que vengo a la sala de entrenamientos cada día, porque necesito desahogarme. Es el único sitio del almacén en el que me encuentro prácticamente bien, podríamos decir. Y lo mejor es el rinconcito que hay para boxeo. Está en una habitación al fondo de la gran sala de entrenamientos, con paredes grises acolchadas, suelo acolchado de igual manera, puertas grandes de cristal blindado y cinco sacos que son gloria bendita para los que venimos a desfogarnos.
Además, estoy pasando más tiempo con los chicos —y con los chicos me refiero a los que ya conocía y a los demás internos—, y sobre todo con Scott. Al parecer se sabe a la perfección cuándo vengo a entrenar, y cuando estoy aquí, al poco tiempo aparece él. No me quejo, claro. Estoy mejorando mucho con mis habilidades gracias a él, y parece que nuestra relación se ha fortalecido.
No sé cómo decirlo, pero lo noto distinto conmigo. Distinto para bien. Y, debo reconocer, lo que sentía cada vez que lo tenía cerca se ha incrementado. He intentado evitarlo, pero me es completamente imposible. Y eso hace que me ponga aún más nerviosa.

Poco después de intentar volver al entrenamiento y nada más entrar en la sala de tiro, me mareé, así que decidí que no podía seguir entrenando. Muy a mi pesar, Finn tenía razón.
—¿Qué pasa? ¿Al final te das por vencida? ¿Me tienes miedo? — me preguntó Scott con un tono sarcástico apoyado en el marco de la puerta, cuando yo acababa de salir.
—Muy gracioso, Parnell. Verás, resulta que casi me dejas un poquito en coma, y estoy mareada. Así que me voy a mi habitación, y cuando me encuentre mejor, te daré la paliza de tu vida. Saludos —dije, haciendo el amago de irme, cuando una mano me agarró por el hombro.
—Oye, ¿pero estás muy mal? —me preguntó, bajando el tono de voz—. Que... que no quería darte así, fue sin querer. La adrenalina...
Me quedé atónita. ¿Scott sintiendo remordimientos? ¿Y de verdad? Já.
—No pasa nada, Scott... No te preocupes. Sólo necesito reposo.
Para mi sorpresa, pasó su brazo por encima de mis hombros y comenzó a andar.
—Te acompaño a tu habitación, entonces.


Entramos a la "casa" que me correspondía. Estaba en silencio y las luces tenían un brillo tenue. Las lámparas que había funcionaban por energía solar y, aunque ésta energía se almacene, al final del día apenas queda luz potente.
Ya me había empezado a acostumbrar a aquel pequeño apartamento de apenas cuarenta metros cuadrados, y he de decir que no es tan incómodo como al principio creía que iba a ser.
María no estaba en ese momento. Desde que llegamos, ella misma había decidido que ayudaría a Finn y a otra enfermera que tenían en el PPV en la enfermería, aparte de entrenarse para cuando llegase el momento.
En esos días me había dado cuenta de que tanto Scott, como Andrea y Aroa observaban mucho a María, en todo lo que hacía. Tenían los ojos puestos en ella constantemente: en la sala de entrenamientos, en la enfermería, cuando se iba a la sala común a pasar el rato y a escribir...
Realmente no sabía por qué lo hacían, o también podría estar delirando. Muchos cambios en poco tiempo hace que no tengas nada claro.
—Gracias por acompañarme.
—No es nada. Además, si te hubieses caído de camino y hubieses estado sola, quizá habrías manchado el suelo de sangre por el golpe. Y esas manchas son las más difíciles de quitar —contestó, con intención de parecer gracioso.
—Venga, vale, fuera.
—Pero no te pongas así, solo era broma —me dijo entre risas. Por si nadie se había dado cuenta, le divierte molestarme.
Me giré cara a él. La puerta estaba abierta a su espalda. Y yo lo tenía a él delante, impidiéndome gran parte de la visión hacia el exterior de la casa. Posé mis manos en su pecho, intentando empujarlo hacia fuera.
Estaba claro que era un hombre que pocas cosas tenía que envidiarle a los demás: espalda ancha, musculada, hombros fuertes y rígidos, de proporciones perfectas, mirada que podría derretir el más duro de los diamantes y sonrisa que, no importa el momento, siempre hace despertar en mí ese calor que inunda mi pecho. Y yo ahora mantenía mis manos en el suyo. La misión que había pretendido llevar acabo segundos atrás había sido abortada. Las pocas fuerzas que podría haber tenido para echarlo se desvanecieron, y todo se había vuelto blanco, y ahora sólo existía él, frente a mí. Mis manos ya no hacían presión ninguna, y ahora se dedicaban a sentir, quietas.
Y las suyas de repente se encontraban en mi cintura, y me habían pegado a él. No me preguntéis cómo. El tiempo había dejado de existir.
Y me besó.
No, no lo vi acercarse, ni el movimiento de su cara al acercarse a cámara lenta como suelen contar, ni su respiración cerca de la mía un segundo antes del impacto, ni ninguna caricia precedente con sus labios. Simplemente el beso. Tan dulce, tan delicado, tan bonito y tan sencillo. Algo que sólo él podría conseguir. Y yo sentía todos y cada uno de sus dedos, acariciándome, bajando desde la cintura. Poniéndome la piel de gallina.
Tan simple y, a la vez, tan complejo.