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miércoles, 27 de agosto de 2014

Capítulo 7.

Me desperté más temprano que de costumbre, sin necesidad de despertador. Raro en mí.
Pronto estuve ya levantada, y ya que me sobraba tiempo, decidí darme una buena ducha de agua fría, para despejarme.
Cuando salí, media hora después, me peiné con una simple cola alta, dejando mi pelo secarse al aire libre, y me vestí con una camiseta gris de tirantes metida por dentro de mis vaqueros rotos, unas converse blancas, una chaqueta de cuero color crema y, como toque final, un brazalete de plata fina.
Bajé hacia la cocina, intentando hacer no hacer el más mínimo ruido para no despertar a mi familia, que aún dormían. Desayuné un zumo de naranja, algo ligero, y una napolitana. Justo cuando acababa de abrir esto último, llamaron al timbre.
—Muy buenos días, bella dama, hoy está deslumbrante. Coge tus cosas y vámonos ya. Vamos, vamos, vamos… –dijo Keegan tan rápido como pudo nada más abrirle la puerta. Entró en mi casa hacia la cocina y recogió todo lo que había dejado de mi desayuno encima de la isla. Volvió hacia a mí, recogió de al lado de la puerta mi mochila, se la colgó al hombro, me empujó hacia la calle y cerró la puerta.
—¿Pero qué…? –no me dejó terminar. Cogió mi mano y se la llevó a la altura de la cara, mordiendo la napolitana, intacta, que aún llevaba yo sujeta–. ¡Oye, que es mía!
—Pues muy rica. Casera, ¿verdad? Me encanta. Venga vamos –volvió a hablar a una apresurada velocidad. Justo después bajó las escaleras del porche y se dirigió al coche que estaba justo en frente de mi casa, donde, en el maletero, guardó mi mochila, para luego dirigirse al asiento del copiloto.
— ¿Hola? –“saludé” al abrir la puerta del coche.
Mi prima iba al volante, y Keegan montó a su lado.
¿Qué era eso que tenía que tenía él tan importante? A mí me parecía una simple mañana más, aunque con el rubio ocupando mi sitio.
Cuando llegamos al instituto nos encontramos con María, que nos estaba esperando, pero muy a mi sorpresa, en vez de dejar que saliésemos, entró ella al coche, y entonces fue cuando pude formular mis dudas, ya que Aroa me había obligado a mantener la boca cerrada todo el camino.
Qué agresiva.
—¿Qué pasa? ¿Por qué no bajamos? –pregunté.
—Hoy no vamos al instituto –me respondió el oji-azul con una sonrisa cínica plantada en la cara–. He tenido la maravillosa idea de saltarnos las clases porque esta mañana hay partido del Barcelona B y he conseguido cinco entradas gratis en un muy buen sitio, ya que uno de los jugadores me debe un favor.
—Pero Keegan, no podemos hacer eso, ¿hola? ¿Soy la única que piensa?
—Vamos Nerea, no es la primera vez que lo haces… –me “animó” mi gran amiga María.
—¿Tú también? –le pregunté. No era normal en ella, aunque ya lo hubiese hecho un par de veces también. A mi prima no le pregunté, puesto que era común en ella. Resoplé–. Mis padres me van a matar.
Dando por sentado que había dicho que sí, todos emitieron una risa de victoria y arrancaron, dirección al Mini Stadi.
Una vez allí entramos sin problemas. Al parecer Keegan si que tenía contactos, y pudimos saltarnos la cola entera que esperaba a conseguir que facturasen su entrada. Nos lo pasamos bastante bien. El estadio casi se llenó entero, y el partido estuvo bastante bien. Muy entretenido. Y era muy gracioso ver al chico y a mi prima sufrir y gritar cada vez que fallaban o marcaban gol, o sucedía cualquier cosa que les molestaba. Y los bailes que se marcaban los dos cada vez que el Barcelona B conseguía un penalti o marcaban, eran épicos. Hubo uno que incluso llegué a grabar y subí a todas las redes sociales posibles.

—Creo que iré a comprar cualquier cosa para picotear, ¿alguien quiere algo? –dije levantándome de mi asiento. Cada uno me pidió algo de beber y unas patatas para todos, y tomé camino hacia las escaleras más próximas para poder bajar donde estaban los puestos. El descanso acababa de empezar.
Las colas de los pocos puestos que había en la entrada del estadio eran enormes. El fútbol sí que da hambre, pensé.
Diez minutos después, cuando estaba a dos personas del puesto de perritos calientes, un sudoroso Keegan apareció corriendo en mi dirección.
—Vaya, incluso empapado de sudor estás bueno. ¿Cómo lo haces, Hobbs?
—Genética, Dou –me sonrió–. He venido porque estás tardando mucho, y el partido vuelve a empezar.
—Ya me queda poco –respondí, señalando a la persona que acababa de terminar de pedir y ya se iba, haciendo avanzar la fila.
Mi amigo asintió, y se quedó conmigo esperando, con las manos metidas en los bolsillos.

Nuestros pies se despegaron del suelo sin siquiera darnos cuenta, como si alguien muy grande capaz de abrazarnos a todos los que allí nos encontrábamos nos hubiese levantado y dejado caer un par de metros más allá de mala manera, sobre el duro suelo. Eso acompañado de un potente calor que nos abrasó el cuerpo.
Quedé aturdida durante lo que debieron ser varios y eternos minutos. Un agudo pitido inundó todo aquel tiempo mi cabeza, aturdiéndome por completo. Cuando al fin pude levantarme, pude ver un puñado de policías y unas pocas ambulancias, que quedaban a lo largo de la calle, en frente del estadio.
Tocaron mi hombro y me di la vuelta de inmediato, sobresaltada, consiguiendo distinguir, a duras penas, la delicada cara de mi prima justo delante de mí.
Intentaba comunicarse conmigo, pero yo apenas escuchaba palabras sueltas y lejanas, sin entender nada por culpa del pitido que aún no acababa de desaparecer de mi cabeza.
Al final logré espabilarme, no mucho tiempo después, y ya oía todo con claridad: sirenas de policía, bomberos y ambulancias... Había mucha confusión en el ambiente.
—¿Qué ha pasado? –pregunté cuando conseguí articular palabra.
—Al parecer la banda esa que tanto se ha hecho notar últimamente ya no se conforma solo con robar –me respondió–. Han causado una pequeña explosión  –aclaró–. Afortunadamente, como ya he dicho, ha sido una detonación leve. Como la última que pusieron en la Basílica del Pilar, en Zaragoza. Un susto nada más.
Asentí con la cabeza, respirando hondo.
—¿Y Keegan?
Aroa señaló a una ambulancia situada cerca de nosotros. Él estaba sentado en la parte trasera de la furgoneta, con una chica de urgencias revisándole el brazo. María estaba con él.
—Le están colocando el hombro y curándole unas cuantas quemaduras. Nadie ha resultado gravemente herido, tranquila. Por cierto, deberías ir a que te mirasen eso –apuntó la parte trasera de mi cabeza. Me llevé la mano al lugar.
Sangraba, aunque no a borbotones, y ni siquiera me había dado cuenta.
—Perfecto –ironicé. Había aterrizado sobre mi cabeza en el momento en el que la fuerza de la explosión nos había lanzado hacia atrás–. Me voy a quedar tonta –suspiré, elevando las cejas.
Dos golpes en menos de tres días. Esto ya se estaba volviendo costumbre.

Estaba acostada en el sofá, con la radio puesta en la emisora que más me gustaba. Realmente ponían la mejor música.
Mis padres acababan de marcharse con mi hermano a un cumpleaños.
Cuando llegué a casa, sobre las doce y media, y me vieron entrar con una venda rodeándome toda la cabeza, lo primero que hicieron fue tratarme como una discapacitada. Lógico.
Aunque después de hacerme los típicos cuidados de padres curanderos, y de contarles, como respuesta a sus preguntas, lo del asalto al estadio, llegó el momento que yo más temía: la gran y catastrófica bronca que me echaron por saltarme las clases.
Todo terminó con un castigo de dos semanas sin dejarme tener vida social y centrándome únicamente en los deberes y tareas de la casa.
—Definitivamente no vuelvo a saltarme las clases en la vida –dije para mí misma con un brazo tapándome la cara.
—Me parece bien.
Me levanté del sofá de un salto en cuanto oí aquella voz, emitiendo un agudo grito a la vez que usaba un cojín como arma. Sí, muy práctico como forma de defensa en caso de peligro, lo sé.
—¿Qué haces aquí? Y, ¿por dónde has entrado? –pregunté, una vez me hube calmado un poco.
Volví a sentarme en el sofá, con una mano en el pecho, intentando recuperar el ritmo normal de mi corazón, y regular mi respiración.
—La ventana de tu habitación estaba abierta.
—¿Y por qué no pruebas a llamar al timbre de vez en cuando? Ya sabes, como las personas normales –le espeté, mirándole. Estaba sentado en el sillón a un lateral del sofá, paralelo a este, mirándome–. Te dije que no volvieses por aquí, Scott.
—Ya, lo sé.
—Pues no parece que me hayas hecho mucho caso.
—No te prometí nada.
Sí, lo recordaba. ‘’Lo siento’’, había dicho.
Sonreí sin querer al recordarlo, y borré aquel gesto en cuanto pude reaccionar.
—No me has respondido, ¿qué haces en mi casa?
Se quedó mirándome sin articular palabra, con esos ojos azules que podrían derretir glaciares enteros.
—Quería asegurarme de que estabas bien –contestó tiempo después, sin ninguna expresión en la cara.
Esa respuesta me tomó por sorpresa. No me la esperaba, y por ello el corazón volvió a irme más deprisa. Y como si él lo hubiese notado, me dedicó una media sonrisa chulesca.
—Pues estoy muy bien, gracias. Aunque parece que voy siguiendo a los tuyos, porque…
—No son los míos. Estaba dirigido por otra persona  –me interrumpió–. Ni siquiera me constaba que fuesen a poner aquella bomba. Al menos solo ha sido un susto. No iban a matar a nadie, aunque sí que explotó en el sitio equivocado. Da gracias a que no hay heridos graves –rió. Como si ese tema fuese gracioso.
Recosté la cabeza en el respaldo del sofá y me quedé mirando a un punto fijo de la televisión apagada.
—¿Cómo sabías que yo estaba ahí?
—Creo que no es asunto tuyo –se puso en pie.
—Pues crees mal –le repliqué, poniéndome delante de él.
—Ya, claro. Me tengo que ir.
Caminó con paso lento hacia la puerta, mientras se colocaba la chupa de cuero negra que habría dejado sobre el respaldo del sillón al llegar.
Mientras andaba me fijé en que llevaba una camiseta de manga corta completamente blanca, unos pitillos negros que, francamente, le quedaban verdaderamente bien y unas botas del mismo color. Y eso junto a la chupa que ahora llevaba puesta… era un espectáculo digno de contemplar.
—¿Miras así a todos los que entran a tu casa? –me preguntó, con una media sonrisa prepotente pegada en la cara. Fue ahí cuando me di cuenta de que estaba mordiéndome el labio. Sí, frente a él. Vaya idiota estaba hecha.
Me sonrojé y él rió.
—Bueno, tengo cosas que hacer –abrió la puerta y salió, bajando las escaleras del porche. Allí se paró, dándose la vuelta para volver a mirarme–. Por cierto, para que dejes de preguntar: entro así en tu casa para más precaución. No creo que a tus padres les hiciese mucha gracia verme por aquí.
— ¿Y tú que sabes? No conoces a mis padres.
—Sí, bueno… –esbozó una pequeña risa, bajando la vista a sus manos, metidas en los bolsillos de la chaqueta. ¿Qué había querido decir con eso?
Decidí no estrujarme la cabeza con más preguntas. No más de las que generaba ese chico cada vez que hablaba conmigo.
—¿Sabes? Tengo una idea para que no te la vuelvas a jugar ni con mis padres, ni pudiendo abrirte la cabeza escalando mi ventana.
—Ah, ¿sí? ¿Cuál?
—No vuelvas más. Te lo repito de nuevo –él soltó una corta pero sonora carcajada, volviendo a mirarme.
—Ya, claro –me contestó, dándose la vuelta y entrando en un Range Rover negro situado justo delante de mi jardín-. Nos vemos, Dou –se despidió de mí, marchándose en ese enorme 4x4.

Entré de nuevo en la casa y me desplomé en el sofá en el que anteriormente había estado descansando.
Sonó mi móvil.
Siempre tan oportunos todos.
-Número desconocido: Deberías dejar de repetirlo tanto -17:20
-¿Qué? -17:21
-Número desconocido: Que eres cansina pidiendo algo que sabes que nunca va a pasar -17:22
Una carcajada se escapó de mi boca.
Ya sabía quién era, aunque me costaba asimilar que dijese eso.
-¿Cómo has conseguido mi número, Parnell? -17:22
-Scott Parnell: Deberías llevar cuidado con dónde pones tu teléfono, princesa. -17:23
Ahora que caía, había tenido todo el tiempo en el bolsillo de los pantalones, pero cuando había sonado escasos minutos antes, lo había cogido de la mesa del salón. Sí que tendría que vigilarlo, sí.
-¿Ahora también tienes dotes de carterista? -17:23
-Scott Parnell: Hay que saber un poco de todo. -17:23

-Scott Parnell: Mañana nos vemos, princesa. -17:24

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