Me desperté más temprano que de costumbre, sin necesidad de
despertador. Raro en mí.
Pronto estuve ya levantada, y ya que me sobraba tiempo,
decidí darme una buena ducha de agua fría, para despejarme.
Cuando salí, media hora después, me peiné con una simple
cola alta, dejando mi pelo secarse al aire libre, y me vestí con una camiseta
gris de tirantes metida por dentro de mis vaqueros rotos, unas converse blancas, una chaqueta de cuero
color crema y, como toque final, un brazalete de plata fina.
Bajé hacia la cocina, intentando hacer no hacer el más
mínimo ruido para no despertar a mi familia, que aún dormían. Desayuné un zumo
de naranja, algo ligero, y una napolitana. Justo cuando acababa de abrir esto último,
llamaron al timbre.
—Muy buenos días, bella dama, hoy está deslumbrante. Coge
tus cosas y vámonos ya. Vamos, vamos, vamos… –dijo Keegan tan rápido como pudo
nada más abrirle la puerta. Entró en mi casa hacia la cocina y recogió todo lo
que había dejado de mi desayuno encima de la isla. Volvió hacia a mí, recogió
de al lado de la puerta mi mochila, se la colgó al hombro, me empujó hacia la
calle y cerró la puerta.
—¿Pero qué…? –no me dejó terminar. Cogió mi mano y se la
llevó a la altura de la cara, mordiendo la napolitana, intacta, que aún llevaba
yo sujeta–. ¡Oye, que es mía!
—Pues muy rica. Casera, ¿verdad? Me encanta. Venga vamos
–volvió a hablar a una apresurada velocidad. Justo después bajó las escaleras
del porche y se dirigió al coche que estaba justo en frente de mi casa, donde,
en el maletero, guardó mi mochila, para luego dirigirse al asiento del
copiloto.
— ¿Hola? –“saludé” al abrir la puerta del coche.
Mi prima iba al volante, y Keegan montó a su lado.
¿Qué era eso que tenía que tenía él tan importante? A mí me
parecía una simple mañana más, aunque con el rubio ocupando mi sitio.
Cuando llegamos al instituto nos encontramos con María, que
nos estaba esperando, pero muy a mi sorpresa, en vez de dejar que saliésemos,
entró ella al coche, y entonces fue cuando pude formular mis dudas, ya que Aroa
me había obligado a mantener la boca cerrada todo el camino.
Qué agresiva.
—¿Qué pasa? ¿Por qué no bajamos? –pregunté.
—Hoy no vamos al instituto –me respondió el oji-azul con una
sonrisa cínica plantada en la cara–. He tenido la maravillosa idea de saltarnos
las clases porque esta mañana hay partido del Barcelona B y he conseguido cinco
entradas gratis en un muy buen sitio, ya que uno de los jugadores me debe un
favor.
—Pero Keegan, no podemos hacer eso, ¿hola? ¿Soy la única que
piensa?
—Vamos Nerea, no es la primera vez que lo haces… –me “animó”
mi gran amiga María.
—¿Tú también? –le pregunté. No era normal en ella, aunque ya
lo hubiese hecho un par de veces también. A mi prima no le pregunté, puesto que
era común en ella. Resoplé–. Mis padres me van a matar.
Dando por sentado que había dicho que sí, todos emitieron
una risa de victoria y arrancaron, dirección al Mini Stadi.
Una vez allí entramos sin problemas. Al parecer Keegan si
que tenía contactos, y pudimos saltarnos la cola entera que esperaba a
conseguir que facturasen su entrada. Nos lo pasamos bastante bien. El estadio
casi se llenó entero, y el partido estuvo bastante bien. Muy entretenido. Y era
muy gracioso ver al chico y a mi prima sufrir y gritar cada vez que fallaban o
marcaban gol, o sucedía cualquier cosa que les molestaba. Y los bailes que se
marcaban los dos cada vez que el Barcelona B conseguía un penalti o marcaban,
eran épicos. Hubo uno que incluso llegué a grabar y subí a todas las redes
sociales posibles.
—Creo que iré a comprar cualquier cosa para picotear,
¿alguien quiere algo? –dije levantándome de mi asiento. Cada uno me pidió algo
de beber y unas patatas para todos, y tomé camino hacia las escaleras más
próximas para poder bajar donde estaban los puestos. El descanso acababa de
empezar.
Las colas de los pocos puestos que había en la entrada del
estadio eran enormes. El fútbol sí que da hambre, pensé.
Diez minutos después, cuando estaba a dos personas del
puesto de perritos calientes, un sudoroso Keegan apareció corriendo en mi
dirección.
—Vaya, incluso empapado de sudor estás bueno. ¿Cómo lo
haces, Hobbs?
—Genética, Dou –me sonrió–. He venido porque estás tardando
mucho, y el partido vuelve a empezar.
—Ya me queda poco –respondí, señalando a la persona que
acababa de terminar de pedir y ya se iba, haciendo avanzar la fila.
Mi amigo asintió, y se quedó conmigo esperando, con las
manos metidas en los bolsillos.
Nuestros pies se despegaron del suelo sin siquiera darnos
cuenta, como si alguien muy grande capaz de abrazarnos a todos los que allí nos
encontrábamos nos hubiese levantado y dejado caer un par de metros más allá de
mala manera, sobre el duro suelo. Eso acompañado de un potente calor que nos
abrasó el cuerpo.
Quedé aturdida durante lo que debieron ser varios y eternos
minutos. Un agudo pitido inundó todo aquel tiempo mi cabeza, aturdiéndome por
completo. Cuando al fin pude levantarme, pude ver un puñado de policías y unas
pocas ambulancias, que quedaban a lo largo de la calle, en frente del estadio.
Tocaron mi hombro y me di la vuelta de inmediato,
sobresaltada, consiguiendo distinguir, a duras penas, la delicada cara de mi
prima justo delante de mí.
Intentaba comunicarse conmigo, pero yo apenas escuchaba
palabras sueltas y lejanas, sin entender nada por culpa del pitido que aún no
acababa de desaparecer de mi cabeza.
Al final logré espabilarme, no mucho tiempo después, y ya
oía todo con claridad: sirenas de policía, bomberos y ambulancias... Había
mucha confusión en el ambiente.
—¿Qué ha pasado? –pregunté cuando conseguí articular palabra.
—Al parecer la banda esa que tanto se ha hecho notar
últimamente ya no se conforma solo con robar –me respondió–. Han causado una
pequeña explosión –aclaró–. Afortunadamente,
como ya he dicho, ha sido una detonación leve. Como la última que pusieron en
la Basílica del Pilar, en Zaragoza. Un susto nada más.
Asentí con la cabeza, respirando hondo.
—¿Y Keegan?
Aroa señaló a una ambulancia situada cerca de nosotros. Él
estaba sentado en la parte trasera de la furgoneta, con una chica de urgencias
revisándole el brazo. María estaba con él.
—Le están colocando el hombro y curándole unas cuantas
quemaduras. Nadie ha resultado gravemente herido, tranquila. Por cierto, deberías
ir a que te mirasen eso –apuntó la parte trasera de mi cabeza. Me llevé la mano
al lugar.
Sangraba, aunque no a borbotones, y ni siquiera me había
dado cuenta.
—Perfecto –ironicé. Había aterrizado sobre mi cabeza en el
momento en el que la fuerza de la explosión nos había lanzado hacia atrás–. Me
voy a quedar tonta –suspiré, elevando las cejas.
Dos golpes en menos de tres días. Esto ya se estaba
volviendo costumbre.
Estaba acostada en el sofá, con la radio puesta en la
emisora que más me gustaba. Realmente ponían la mejor música.
Mis padres acababan de marcharse con mi hermano a un
cumpleaños.
Cuando llegué a casa, sobre las doce y media, y me vieron
entrar con una venda rodeándome toda la cabeza, lo primero que hicieron fue
tratarme como una discapacitada. Lógico.
Aunque después de hacerme los típicos cuidados de padres
curanderos, y de contarles, como respuesta a sus preguntas, lo del asalto al
estadio, llegó el momento que yo más temía: la gran y catastrófica bronca que
me echaron por saltarme las clases.
Todo terminó con un castigo de dos semanas sin dejarme tener
vida social y centrándome únicamente en los deberes y tareas de la casa.
—Definitivamente no vuelvo a saltarme las clases en la vida
–dije para mí misma con un brazo tapándome la cara.
—Me parece bien.
Me levanté del sofá de un salto en cuanto oí aquella voz,
emitiendo un agudo grito a la vez que usaba un cojín como arma. Sí, muy
práctico como forma de defensa en caso de peligro, lo sé.
—¿Qué haces aquí? Y, ¿por dónde has entrado? –pregunté, una
vez me hube calmado un poco.
Volví a sentarme en el sofá, con una mano en el pecho,
intentando recuperar el ritmo normal de mi corazón, y regular mi respiración.
—La ventana de tu habitación estaba abierta.
—¿Y por qué no pruebas a llamar al timbre de vez en cuando?
Ya sabes, como las personas normales –le espeté, mirándole. Estaba sentado en
el sillón a un lateral del sofá, paralelo a este, mirándome–. Te dije que no
volvieses por aquí, Scott.
—Ya, lo sé.
—Pues no parece que me hayas hecho mucho caso.
—No te prometí nada.
Sí, lo recordaba. ‘’Lo siento’’, había dicho.
Sonreí sin querer al recordarlo, y borré aquel gesto en
cuanto pude reaccionar.
—No me has respondido, ¿qué haces en mi casa?
Se quedó mirándome sin articular palabra, con esos ojos azules
que podrían derretir glaciares enteros.
—Quería asegurarme de que estabas bien –contestó tiempo
después, sin ninguna expresión en la cara.
Esa respuesta me tomó por sorpresa. No me la esperaba, y por
ello el corazón volvió a irme más deprisa. Y como si él lo hubiese notado, me
dedicó una media sonrisa chulesca.
—Pues estoy muy bien, gracias. Aunque parece que voy
siguiendo a los tuyos, porque…
—No son los míos. Estaba dirigido por otra persona –me interrumpió–. Ni siquiera me constaba que
fuesen a poner aquella bomba. Al menos solo ha sido un susto. No iban a matar a
nadie, aunque sí que explotó en el sitio equivocado. Da gracias a que no hay
heridos graves –rió. Como si ese tema fuese gracioso.
Recosté la cabeza en el respaldo del sofá y me quedé mirando
a un punto fijo de la televisión apagada.
—¿Cómo sabías que yo estaba ahí?
—Creo que no es asunto tuyo –se puso en pie.
—Pues crees mal –le repliqué, poniéndome delante de él.
—Ya, claro. Me tengo que ir.
Caminó con paso lento hacia la puerta, mientras se colocaba la
chupa de cuero negra que habría dejado sobre el respaldo del sillón al llegar.
Mientras andaba me fijé en que llevaba una camiseta de manga
corta completamente blanca, unos pitillos negros que, francamente, le quedaban
verdaderamente bien y unas botas del mismo color. Y eso junto a la chupa que
ahora llevaba puesta… era un espectáculo digno de contemplar.
—¿Miras así a todos los que entran a tu casa? –me preguntó,
con una media sonrisa prepotente pegada en la cara. Fue ahí cuando me di cuenta
de que estaba mordiéndome el labio. Sí, frente a él. Vaya idiota estaba hecha.
Me sonrojé y él rió.
—Bueno, tengo cosas que hacer –abrió la puerta y salió,
bajando las escaleras del porche. Allí se paró, dándose la vuelta para volver a
mirarme–. Por cierto, para que dejes de preguntar: entro así en tu casa para
más precaución. No creo que a tus padres les hiciese mucha gracia verme por
aquí.
— ¿Y tú que sabes? No conoces a mis padres.
—Sí, bueno… –esbozó una pequeña risa, bajando la vista a sus
manos, metidas en los bolsillos de la chaqueta. ¿Qué había querido decir con
eso?
Decidí no estrujarme la cabeza con más preguntas. No más de
las que generaba ese chico cada vez que hablaba conmigo.
—¿Sabes? Tengo una idea para que no te la vuelvas a jugar ni
con mis padres, ni pudiendo abrirte la cabeza escalando mi ventana.
—Ah, ¿sí? ¿Cuál?
—No vuelvas más. Te lo repito de nuevo –él soltó una corta
pero sonora carcajada, volviendo a mirarme.
—Ya, claro –me contestó, dándose la vuelta y entrando en un
Range Rover negro situado justo delante de mi jardín-. Nos vemos, Dou –se
despidió de mí, marchándose en ese enorme 4x4.
Entré de nuevo en la casa y me desplomé en el sofá en el que
anteriormente había estado descansando.
Sonó mi móvil.
Siempre tan oportunos todos.
-Número desconocido: Deberías
dejar de repetirlo tanto -17:20
-¿Qué? -17:21
-Número desconocido: Que
eres cansina pidiendo algo que sabes que nunca va a pasar -17:22
Una carcajada se escapó de mi boca.
Ya sabía quién era, aunque me costaba asimilar que dijese
eso.
-¿Cómo has conseguido
mi número, Parnell? -17:22
-Scott Parnell: Deberías
llevar cuidado con dónde pones tu teléfono, princesa. -17:23
Ahora que caía, había tenido todo el tiempo en el bolsillo
de los pantalones, pero cuando había sonado escasos minutos antes, lo había
cogido de la mesa del salón. Sí que tendría que vigilarlo, sí.
-¿Ahora también tienes
dotes de carterista? -17:23
-Scott Parnell: Hay
que saber un poco de todo. -17:23
-Scott Parnell: Mañana
nos vemos, princesa. -17:24
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