''It might seem
crazy what I’m about to say
Sunshine she’s here, you can take away
I’m a hot air balloon that could go to space
With the air, like I don’t care baby by the way...''
Sunshine she’s here, you can take away
I’m a hot air balloon that could go to space
With the air, like I don’t care baby by the way...''
Happy. Aquella maravillosa música inundó mis oídos. Desde luego, ¿qué mejor manera de despertar que con una canción que transmite tanto y que tiene tan buen rollo?
Hice el primer
intento de abrir los ojos y un rayo de sol que se filtraba por mi persiana
impactó de lleno en ellos, contrayendo mis pupilas.
Después de un fin
de semana, el cual me había parecido eterno, por fin volvía a la rutina.
Desconectaría de lo que me había pasado y retomaría los constantes
calentamientos de cabeza por los mismos temas de siempre, que consistían en
problemas de matemáticas, infinitas fechas y acontecimientos históricos
imposibles de memorizar en historia y las agotadoras clases de gimnasia de la
Señorita Bachmann, apellido alemán, por cierto. De ahí que sea tan
exageradamente estricta.
Después de varios
intentos de levantarme, los cuales parecían abdominales mal hechos, conseguí
ponerme en pie. Me dirigí hacia el armario y cogí directamente la ropa que me
iba a poner: una sudadera obey gris, unas mayas negras y
mis Air Max blancas y azules.
Justo después fui
al baño, me lavé la cara, me hice una cola alta con mi pelo rizado y bajé a
desayunar.
—Hija, ¿estás segura de que quieres ir al instituto? –irónico oír eso de la boca de mi madre.
—Que sí, me lo has preguntado mil veces en quince
minutos –respondí con tono aburrido a la vez que cogía la mochila de al lado de
la puerta principal.
—Mira que has pasado por algo muy fuerte, puedes
sentirte despla...
—Sí mamá, lo sé, que ya me lo has dicho –la
interrumpí mientras mordía la manzana que tenía en mi mano–. ¿Puedes dejarme
ya? Aroa me espera ahí fuera, y sí –hice énfasis en el “sí”– voy a ir. No me
han disparado, no he estado a punto de caerme del punto más alto de un
rascacielos y no he visto al abuelo del vecino desnudo, así que por favor te lo
pido, deja de tratarme como si fuese una niña pequeña a la que le acabasen de
diagnosticar un asqueroso cáncer en el pulmón, ¿vale? Gracias –dicho eso salí
por la puerta, dejando a mi madre en el porche, mirándome.
—Sólo me preocupo por ti, hija.
—Lo sé, mamá. Y gracias, pero te pasas –y entré al
coche mientras mi prima saludaba a mi madre, para justo después arrancar
dirección instituto.
Llegamos y cada una nos fuimos por nuestro lado.
Por todo el camino
habíamos estado hablando sobre lo que había pasado el sábado, aunque no le
conté lo de Scott. Por ahora nadie lo sabía. Era la primera vez que hablaba con
mi prima sobre el tema y se le notaba que le ponía nerviosa hablar del tema,
pero que la curiosidad le invadía.
Me estaba empezando
a cansar del asunto. Fue un intento de robo como otro cualquiera. Punto.
—¡Nena! –oí la llamada de María. Reconocería su
voz en cualquier lado. Fui con ella cuando conseguí verla entre el gentío.
Estaba con Keegan.
—Buenos días –les saludé.
—¿Cómo vas?
—Bien, más o menos. Solo de pensar que hoy, lunes,
a segunda hora, toca gimnasia me entra un bajón... Bachmann está loca.
—Pues dímelo a mí, que me toca a primera. Me han
comentado que ahora le ha dado por hacernos coger pesas –nos informó Keegan.
Que cansancio solo de oírlo.
—Al menos tú vas al gimnasio.
—Sí, es cierto. Deberíais apuntaros. Estáis
cogiendo peso, eh.
—¡Oye! –nos quejamos al unísono. Él rió.
—Qué idiota eres –le insulté, con cariño.
Justo cuando me iba
a responder escuchamos unas risitas detrás de nosotros, y cuando giramos a ver
nos encontramos a dos chicas cotilleando, sin darse cuenta de la atención que
habíamos posado en ellas, sobre lo que me había sucedido el sábado. Por lo que
escuché, decían que me lo había inventado todo, que era patética y que si
hubiese pasado de verdad, me habría pasado algo. Que nadie sale ileso de eso.
Suspiré.
—Qué asco de gente –habló mi amiga–. ¿Me acerco y
les digo algo? Ya verás cómo no vuelven a decir ni “mu”.
—No gracias, no necesito niñera –le contesté–. ¡Y
no me es necesario montar un jaleo sobre ese tema con las puertas del
instituto! –levanté la voz, mirando por el rabillo del ojo a las chicas, para
que se percataran.
Me miraron mal y se
fueron. Cuando entramos hubo un poco más de lo mismo por todo el pasillo,
incluso en clase. Entramos a Física y Química y me senté con María.
Cuando ya
llevábamos un rato de clase, llamaron a la puerta. Se me heló la sangre en ese
mismo momento. Sabía quién era, sin haberlo visto. Ni siquiera me había fijado
de que no estaba en clase desde un principio, y mucho menos había pensado en que
volver al instituto significaría volver a verlo durante siete horas seguidas,
cinco días a la semana. ¿Cómo se me había podido pasar ese detalle? Sé que no
podía evitarlo, pero habría estado preparada, sabiendo el efecto que causa en
mí ese chico.
Estuve durante todo
el día sintiendo su mirada clavada en mi nuca.
—¿Te has enterado ya de por qué no ha venido la de gimnasia? –pregunté antes de morder por tercera vez mi sándwich. La madre de María no estaba, y como era costumbre comer todos los lunes en su casa, nos habíamos preparado unos bocadillos.
—Me han dicho que está ingresada en el Hospital
Clínic. No sé por qué, pero está de baja. En realidad nadie sabe más sobre el
tema. Solo eso –respondió mi rubio amigo levantando los hombros.
No le dimos más vueltas
al tema.
Keegan se fue poco
después porque tenía prisa, y las dos horas siguientes María y yo las pasamos
haciendo deberes, riendo y escuchando música.
—No, me refiero a cómo ''mágicamente'' los dos
individuos esos se marcharon, sin más. Llámame cotilla, pero me da que no lo
cuentas todo. Es decir, nadie se asustaría de ti con un bate. Venga –a veces me
asusta cómo puede saber tanto de mí.
Tardé un rato en
decidirme si contárselo, aunque acabé cediendo.
—María, escúchame... Necesito que me prometas que
esto va a quedar entre tú y yo.
—Te lo juro –dijo levantando una mano.
A partir de ahí,
tras un suspiro, le conté absolutamente todo lo que pasó. Desde que me
desperté, pasando por el momento de Scott, hasta la parte en que al día
siguiente él mismo había vuelto a mi casa para decirme que no podía decírselo a
nadie.
—¿Pero estás loca? ¡Nuestro compañero de clase es
un mafioso! –reí ante aquello–. Hay que hacérselo saber a la policía.
—No, María, me lo prometiste. Yo sé que lo de no
contárselo a nadie me traerá problemas. Sé lo que es Scott, pero... –dudé en
decírselo–. Creo que confío en él. Y antes de que digas nada, no, no estoy
segura de que sea alguien en quien puedas confiar pero... Es solo instinto.
Confía en mí, ¿sí?
—Porque te lo he prometido, que si no...
–suspiró–. Tú sabrás lo que haces –se adelantó mientras andábamos, dándome la
espalda.
—Yo sabré lo que hago... –susurré para mí–. Eso
espero.
En ese mismo
instante escuché algo que me dejó paralizada. Creo que dejé de respirar,
incluso.
—¿Has oído eso? –pregunté a María, quien giró a
verme.
—No he oído nada. ¿Por qué? –me preguntó
extrañada.
Y otra vez aquel
sonido. Un grito. Un grito de desesperación, de dolor, pidiendo ayuda.
Como un acto
reflejo, sin ni siquiera pensármelo, salí corriendo hacia donde,
intuí, venía aquel sonido. María salió corriendo detrás de mí, sin saber a
dónde íbamos.
Yo tampoco lo
sabía, simplemente me dejé llevar. Y acabé allí, en frente de aquel gran
caserón abandonado de aspecto macabro y tan tenebroso que con nada más mirarlo
se me erizaba la piel.
Volví a escuchar
aquel grito grave cuando María logró alcanzarme y me cogió del hombro para
pararme.
—Menuda carrera, muchacha. ¿Qué haces?
—Escucha –y como si hubiesen estado esperando el
momento, se oyó el mismo grito grave y estridente pidiendo auxilio desde detrás
de aquella espantosa casa y salí corriendo hacia la arboleda de detrás de la
misma.
Lo que me encontré
me dejó pasmada, estupefacta. El corazón se me paró. María ahogó un grito de
espanto.
Allí, delante de
nosotras, tumbado en el césped se encontraba un chico moreno de pelo castaño,
solo, sujetando su pierna, intentando presionar el lugar donde la sangre no
paraba de salir. Mi amiga se llevó la mano a la boca y pude oír cómo empezaba a
llorar.
—María, no es momento de quedarse quietas. Ayúdame
a presionarle la herida –le ordené mientras me acercaba al chico–. Dame tu
camiseta –le dije al chico, que me miraba con sus ojos marrones grisáceos. Se
la quité yo misma y me dirigí hacia su gemelo–. María, vigílale. Que no cierre
los ojos... Y llama a la ambulancia –iba dándole las instrucciones mientras le
hacía el torniquete en la pierna al chico con su camisa, intentando apretarlo
lo máximo posible para retener la hemorragia.
—¡Cuidado! –escuché, de la voz entrecortada y
forzada de este, avisándome.
Y en cuanto me di
la vuelta, sentí un gran dolor en la cabeza y caí al suelo. Estuve ahí durante
un par de segundos, completamente paralizada. Cuando pude al fin reaccionar, me
di la vuelta, quedando boca arriba tumbada en el suelo y apoyada en mis codos.
Y frente a mí se hallaba la imponente figura de un hombre de unos veintinueve
años, de pelo tan negro como el azabache y ojos verdes, tan intensos que te
dejaban sin aliento. Me miraba con cara de superioridad, satisfecho porque se
hubiese topado conmigo.
Me permití un par
de segundos para mirar a María, situada a unos dos metros a mi izquierda,
intentando soltarse de otro hombre que la mantenía completamente inmóvil contra
el suelo al haberse tumbado encima de ella. También vi al chico de antes, ya
con los ojos cerrados, totalmente inconsciente.
Y volví mi vista al
tío que me había golpeado la cabeza.
Me cogió de un
brazo y me levantó como si nada, agarrándome a la fuerza contra él, quedando a
escasos centímetros de su cara.
—No tendrías que haberte metido, mocosa.
—Eres de la banda de gilipollas esos, ¿verdad? Os
acabarán pillando a todos. Ojalá os pudráis en el lugar más asqueroso del
infierno –le gritaba mientras intentaba golpearle desesperadamente el pecho.
—Cállate ya, niña –me tiró de golpe al suelo. Caí
de lado, sobre mi brazo. Solté un grito.
El hombre se apoyó
sobre su rodilla izquierda, quedando a mi lado. Desde mi posición pude ver todo
el recorrido que hizo su mano hasta sacar una navaja de su bolsillo y
depositarla sobre mi cuello. Cerré fuertemente los ojos y al oír un golpe donde
estaba María, los abrí al instante, al igual que mi agresor, que separó la
navaja de mi cuello para prestar atención a lo que pasaba.
Allí donde miramos
se hallaba el chico que había tenido como rehén a mi amiga tumbado en el suelo
inconsciente, y a su lado, también en el suelo, María, con los ojos abiertos de
par en par en dirección a quien la había ayudado a zafarse.
Scott, que le dio
la mano para ayudarla a levantarse y sin más dirigirse hacia nosotros.
—Vuelve a tocarla y te corto la cabeza –habló
intimidante, dirigiéndose al hombre, que se puso de pie.
—Algún día yo seré tu superior, y entonces te haré
pagar todas y cada una de las que te tengo guardadas, Parnell. Mocoso
asqueroso.
—Ya lo veremos, Cristopher, ya –le respondió,
mirándole mal mientras el otro se marchaba hacia el interior del bosque. Todo
bajo mi atenta y atónita mirada–. ¿Estás bien? –me preguntó serio mientras me
tendía la mano para ayudar a levantarme.
—Supongo... Gracias –asintió con la cabeza y soltó
mi mano. En ese momento se oyeron sirenas de ambulancia próximas a nuestra
localización. Giró la cabeza–. Baró, lleva al chico a la ambulancia. Que ellas
te ayuden y que las examinen. Ya -María vino corriendo hacia mí.
En ese momento, de
la parte trasera de un gran y viejo árbol pude distinguir cómo salía una
esbelta figura femenina. Era una chica de estatura media, mediría poco menos
que yo. Morena de piel y de ojos tan marrones que parecían negros. Llevaba el
pelo recogido en una coleta alta que le llegaba hasta el principio de la
espalda, y llevaba una cinta negra atada al coletero que le sujetaba el pelo.
Iba completamente vestida de negro, con un cinturón gris que le rodeaba la
cintura.
Se acercó al chico
del disparo en la pierna y lo ayudó a levantarse. Menos mal, no está muerto,
pensé aliviada.
—Vamos –me dijo María, a lo que asentí con la
cabeza. Ayudamos a la tal Baró a llevar al castaño a la ambulancia, donde los
médicos buscaban a quien había llamado y nos atendieron. La compañera de Scott,
con una gran y amistosa sonrisa, les contó a los de la ambulancia el cuento de
lo que había pasado, y nosotras nos quedamos al margen, escuchando. Al fin y al
cabo nos había ayudado.
Miré hacia la casa
vieja, donde en una esquina pude ver a Scott apoyado contra ella. Mirándome. Mi
corazón volvió a ponerse en marcha, cada vez más rápido.
Poco después la
ambulancia se marchó con el herido hacia el Hospital Clínic y nosotras nos
quedamos allí, con los otros dos.
—Gracias por ayudarnos –agradecí a los dos chicos,
cuando Scott se hubo acercado.
—Lo mismo digo. Pero eso no significa que aún no
sienta asco por todos los que estáis en esa especie de mafia –habló María, con
repugnancia.
—Supongo que es normal. Yo también lo siento y
estoy en ella... –habló la chica de la coleta suspirando.
—¿Y por qué estás entonces? –le preguntó mi amiga.
—Es complicado.
—Sí, claro, cómo no. Todo es complicado.
—No eres tan importante como para hablar de esto
solo porque te he salvado dos veces, princesa –bufé ante la sonrisa prepotente
de nuestro compañero de clase.
—Deberíamos irnos ya, Scott. Nos estarán
esperando, y nos espera una buena bronca... –comentó su compañera.
—Sí, vamos –dijo empezando a andar hacia la parte
trasera de la lúgubre casa–. Nos vemos, compañeras –nos dijo a María y a mí con
una risa.
—Encantada de conoceros –nos sonrió la chica de
negro empezando a seguir a Scott–. Por cierto, me llamo Andrea, Andrea Baró.
—¡Baró, vamos! –gritó ya desde el bosque Scott.
—Debo irme o acabará por desquiciarse. Adiós –y
salió corriendo tras él, desapareciendo los dos por el frondoso bosque a una
velocidad alucinante.
—Simpática, ¿no? –María me miró, sin entenderme.
—Eres increíble –me dijo irónicamente mientras
empezamos a andar, deshaciendo nuestros pasos, de vuelta a su casa–. Puede ser
simpática, ha ayudado con el chico ese, y puede que Scott nos haya ayudado a
deshacernos de aquellos hijos de su madre que nos han acorralado, pero te
recuerdo que eso no quiere decir que se salven. Siguen siendo lo que son.
Suspiré. Tenía
razón, pero de alguna manera, y no sé cómo, yo sabía que Scott no era como los
otros, a pesar de su comportamiento; y al parecer Andrea tampoco.
Miré hacia atrás,
por donde anteriormente los dos se habían marchado y volví a coger aire, todo
lo que pude. Y lo solté.
Sí, todos
pertenecían a la misma banda, pero... ¿Y si no todos fuesen iguales? ¿Y si
hubieran retractados, una especie de resistencia que intenta involucrarse lo
mínimo posible? Que no estuviesen de acuerdo con lo que hacen, que se vean
obligados.
Volví a mirar hacia
delante.
—¿Y si resulta que no son todos completamente
iguales?
—Entonces no entiendo por qué están ahí. Son
demasiado tontos si se meten en esos fregados sin gustarle para luego jugarse
la vida. En cualquier caso me siguen cayendo igual de mal –reí ante su
comentario.
—Supongo que tienes razón...
—Claro que la tengo –me dijo, empujándome de broma
mientras reía.
Me encanta. ¿Quién será tal Baró? ¿Qué le pasará al final al chico de la pierna herida? ¿Scott es el jefe de una puta mafia retorcida? OMG
ResponderEliminar''puta mafia retorcida'' JAJAJAJAAJAJA
Eliminar