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jueves, 31 de julio de 2014

Capítulo 4.

—Cálmate, Keegan, ¿sí?
—¿Qué me calme? ¿Quieres que me calme? ¡Te dije que si pasaba algo me llamaras y no lo hiciste!
—Pero no llegó a pasar nada. Ya te lo he dicho.
—Ya, ¿y si llega a pasar, qué? –me preguntó, dando vueltas por toda la cocina. Tenía las manos en la cabeza y se le notaba especialmente molesto.
—Pero no pasó –me levanté y lo paré–. Si vuelve a pasar, te prometo que esta vez si te llamaré, ¿vale?
Se me quedó mirando durante un rato y terminó por relajar la expresión de su cara. Me abrazó.
—Por favor, Nerea. No vuelvas a darme esos sustos, joder –me rogaba, apretándome a él fuertemente–. ¿Tus padres lo saben?
—Sí. Llegaron aquí de madrugada, cuando salió la noticia en la tele. Hoy han ido a hablar con la policía y pronto tendré que ir yo a que me tomen declaración.
—Vale, te llevaré yo. Le pediré a mi padre la moto.
—De acuerdo... –contesté separándome de él.
—Y permíteme una pregunta... ¿Cómo es que lo revolvieron todo y no se llevaron nada? Y si te vieron, ¿por qué no te hicieron nada?
Tardé un rato en contestar.
Supongo que cuando me vieron con el bate se asustaron. No lo sé, lo tengo todo muy borroso.
Keegan iba a seguir interrogándome, pero el móvil sonó al instante. Fui a cogerlo al primer tono. Miré la pantalla: María.
-Hola.
-¿Hola? Nerea, he visto las noticias. ¿Por que sale tu casa? ¿Qué ha pasado? ¿Te han hecho algo? ¿A tus padres? ¿A tu hermano? ¿Cómo estáis? ¿Lo sabe Keegan? Como se entere se va a pillar un cabreo... Entonces, ¿estás bien?
-María, María, tranquilízate. Estoy perfectamente bien. Todos lo estamos. No pasó nada ni se llevaron nada. Simplemente revolvieron un poco todo. Supongo que no encontraron nada valioso y al ver que los había pillado se marcharon. Igualmente no me acuerdo de mucho.
-Bueno, la cosa es que estés bien. Ya me pasaré a verte.
-Vale, gracias por llamar. Te dejo, que mi madre me llama.
-Adiós, babe.

Colgué y respondí a mi madre.
-Cariño, no hace falta que vengas. El policía irá esta tarde a nuestra casa. Los psicólogos de comisaría han dicho que puede que tengas un trauma por lo que has pasado. La mayoría de jóvenes que pasan por lo que tú has pasado terminan con una parte del cerebro afectado durante toda su vida y...
-Mamá, mamá. Ya, lo he entendido. Yo no tengo ningún trauma, ¿sí? Pero vale, que vengan, así no me tengo que mover.
-Bueno hija, tu padre y yo vamos a ir a hablar con los del seguro de la casa y luego vamos para allá.
Te quiero.
-Y yo a ti.

—Ya no hace falta que me lleves Keegan. La poli vendrá después aquí.
—Vale. Pues me voy ya a casa. ¿Estarás bien?
—Sí, no soy una niña.
—Por si acaso. Adiós, pequeña -y salió por la puerta de entrada, desapareciendo un par de casas más allá.
Subí a darme una ducha. Esa noche de madrugada habían llegado mis padres muy, muy nerviosos por lo que había pasado. Estuvieron acosándome durante un par de horas y por fin me dejaron dormir. Dos horas después, sobre las siete, mi madre volvió a despertarme para avisarme que iban a hacer varias cosas por lo sucedido y ya no pude dormir más. Y justo cuando mis padres salieron por la puerta, entró Keegan tan agobiado que hasta parecía que lo habían poseído, y se unió a la lista de personas trastornadas por el tema del casi-robo. Luego las dos llamadas que había  recibido, y por fin un hueco libre para despejarme.
Me sentí aliviada cuando noté el agua fría recorrer mi espalda desnuda. Con todo el lío no había podido tener un solo minuto de relax para aclarar mis ideas.
La noche anterior había descubierto que el chico por el que había sentido tanto interés y el cual me hacía sentirme tan intimidada con solo mirarme con aquellos ojos tan azules como el cielo era nada más y nada menos que un delincuente que formaba parte del grupo más temido y más famoso de toda la ciudad.
Pero no debería preocuparme, ¿verdad? ¿O sí? Es decir, es mi compañero... Supongo que debería preocuparme.
Pero en parte a penas he hablado con él y bueno, digamos que no es una persona muy amigable...
Terminé de ducharme y me enrollé la toalla al cuerpo. Pasé por el pasillo y entré a mi habitación. Abrí el armario y cogí unos shorts vaqueros, una camiseta blanca básica de media manga y mis botines marrones. A pesar de estar en pleno febrero hacía bastante calor. Supongo que por la contaminación y la capa de ozono.
Me tumbé senté en mi cama y me miré en el espejo de cuerpo entero que tenía justo al lado derecho de la misma.
—Qué cara de muerta tienes, Nerea... –me dije a mi misma.
En ese preciso momento oí un ruido fuera de casa, pero aún así muy cerca de mí.
Como por instinto, dirigí mi vista a la ventana y al verlo allí plantando en el pequeño y estrecho balcón, mirándome con una sonrisa de medio lado, ahogué un grito. Me quedé un rato ahí plantada, sin saber qué hacer, hasta que pude distinguir cómo hacía señas para que le abriese la ventana. Al principio me lo pensé, y dudé, pero como un impulso, le hice caso, y entró.
—Hey, princesa. Cuánto tiempo -dijo, mirándome de pies a cabeza mientras se mordía el labio. No pude evitar sonrojarme, y me abofeteé mentalmente por ello. Me sentía desnuda delante de él. Y no desnuda en el sentido de quitarse la ropa, si no desnuda, como si pudiese mirar dentro de mí. Como si pudiese adivinar mis miedos, mis problemas, como si pudiera darse un paseo por mi mente y observar todos mis pensamientos como si nada. Adivinar mis inquietudes.
—¿Qué haces en mi casa?
—Solo pasaba por aquí y me dije: voy a hacerle una visita a mi dulce compañera de clase.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí?
—Lo suficiente como para poder darme cuenta de que tienes una marca de nacimiento en forma de pájaro en pleno vuelo en el costado derecho, justo debajo del pecho —me sonrió.
—Pervertido.
—Tranquila, solo te faltaba la camiseta. No he visto nada.
—De qué querías hablar? –le pregunté, evitando el tema. Me senté de nuevo en mi cama y él se quedó ahí, justo en frente de mi, apoyado en la pared con sus fuertes brazos cruzados, sus profundos ojos azules clavados en mí y su porte intimidante, a la vez que tremendamente atrayente.
Volví a pegarme mentalmente por pensar tal cosa.
—Me he enterado de que la policía viene hoy a interrogarte por lo sucedido anoche y...
—Uo, uo, uo. Un momento, ¿cómo lo sabes? ¿Me espías? –él rió.
—Más quisieras, preciosa. Tengo mis contactos. Estamos en todas partes –me guiñó el ojo–.Y si no te importa, voy a seguir contestando a tu pregunta. El caso es que –dio un par de pasos hasta quedar frente a mí y se acuclilló, para quedar a mi altura. Seguía mirándome con esos ojos que impedían desviarle la mirada– no puedes hablarle de cómo conseguiste que no te hicieran nada. Y mucho menos que fui yo quien te salvó.
—¿Por... por qué? –tartamudeé sin querer. Scott sonrió de medio lado por ello. Muy bien, Nerea, oficialmente eres tonta. Te falta el diploma.
—No puedo dejar que descubran que estoy en esa banda. Pasarían cosas horribles... Y ni tú ni yo queremos que pase, ¿verdad? –posó su mano en mi mejilla, y la acarició suavemente. Me estremecí.
—¿Por qué yo no quiero que pase? Ayudaría a disminuir todo el daño que provocáis...
—Sé que harás lo mejor, princesa –dicho eso, se levantó y caminó hasta el pequeño balcón, y de un salto, cayó al suelo. Fui corriendo hasta allí para ver si estaba bien, y al mirar hacia abajo lo vi ahí de pie, como si nada, mirándome–. Nos veremos pronto.
Y salió corriendo hacia la parte frontal de mi casa. Allí lo perdí de vista, pero seguí mirando, sin saber por qué. Un minuto después oí el rugir de un motor, y seguidamente, lo vi a él pasar por la calle montado sobre una preciosa moto negra. Y como si a cámara lenta sucediera, giró la cabeza hacia mí y, bajo el reluciente casco negro que tenía puesto, pude intuir que me guiñaba el ojo.

El policía llevaba ya una media hora en mi casa. Había hecho llamar a Álvaro y a mi hermano para tomarles declaración también, pero los dos dijeron que no habían visto nada y que cuando bajaron yo estaba sola y el salón completamente patas arriba.
El agente no me había caído bien desde que lo vi entrar por la puerta. Era joven, de unos veinte años. Alto, de pelo castaño y ojos completamente negros. Era guapo, muy guapo, y lo que más me repugnaba es que él lo sabía. Se le notaba demasiado que era un creído de los gordos. Imbécil.
—Bueno, Nerea, ¿puedes contarme todo lo que pasó a noche?
—Pues que entraron a robar y no se llevaron nada. Creo que eso ya lo tienes más que aprendido –contesté cortante. Rió mirándome. Chulo.
—Eres dura, eh. Me gusta... Sabes que no me refiero a eso. Cuéntamelo, anda, y terminemos rápido.
—¿Qué pasa? ¿Te espera alguna tía en casa?
—No, pero si quieres venir tú -borré la sonrisa prepotente que había formado en mi cara.
—Qué asco –espeté–. Pues me levanté de madrugada por culpa de unos ruidos que provenían de la planta baja de mi casa. No sé qué hora sería. El caso es que recordé que no había cerrado las ventanas y me asusté. Bajé con el bate de beisbol que tengo en el armario de cuando jugaba en la liga infantil y… me encontré allí a dos tíos revolviendo el salón y me entró miedo. Me olvidé de la existencia del teléfono de la policía y los amenacé con usar el bate si no se iban…
—¿Puedes describírmelos? –me preguntó.
—Sí, claro –dudé, intentando hacer memoria–… Uno de ellos, el más alto, era rubio oscuro, con ojos pardos y tenía pinta de frecuentar mucho el gimnasio. Tenía la mandíbula cuadrada y tensa. Y sonrisa de borracho, aunque en realidad no iba ebrio –miré al castaño sentado a mi lado en uno de los taburetes de la isla y rió–. Había otro más bajito y escuálido… con la misma sonrisa. Tenía los ojos verdes y el pelo también rubio, pero más claro. Y luego… –me callé.
—¿Qué? ¿Había otro? –lo miré en silencio durante un par de minutos. Recordé lo que había sucedido hacía apenas dos horas cuando Scott había entrado sin aviso previo a mi habitación.
—No… No había nadie más.
—¿Segura?
—Completamente.
—Vale, bueno, ¿qué pasó después de que los amenazaras?
—El segundo me quitó el bate y el más alto me acorraló contra la pared –el agente me miró, divertido. Decidí ignorarlo–. En ese momento me imaginé las cosas más sucias que había imaginado en toda mi vida. Tenía miedo. Cerré los ojos y luego… Nada. No estaban. Se fueron.
—¿Tienes idea de por qué? –negué con la cabeza.
—Lo tengo todo borroso –mentí.
Se quedó durante varios segundos mirándome a los ojos. Estaba segura de que sospechaba algo de mí. No se creía la historia por completo.
—De acuerdo… Pues ya hemos terminado. Gracias –se levantó y se dirigió hacia la puerta. Lo acompañé–. Si tenemos noticias te lo comunicaré.
—Vale –abrí la puerta.
—Nos veremos pronto, guapa –y se alejó, montando en el coche patrulla.
—Espero que no… –dije para mí, cuando ya se hubo marchado.
Cerré la puerta, apoyé mi espalda en ella y me dejé deslizar hasta quedar sentada sobre el suelo. Me llevé las manos a la cara y suspiré.
—Me alegra que no hayas dicho nada.
Me sobresalté al escuchar una voz de a nada. Levanté la vista inmediatamente y lo volví a ver, ahí delante de mí. Imponente.
—Pero, ¿qué haces aquí otra vez? ¿Y cómo consigues entrar? Deja de invadir mi casa –me levanté del suelo.
—Eso no importa.
—Sí, sí que importa. Me estás poniendo nerviosa. Y eso, en mí, no es normal. ¿Por qué tuvisteis que entrar en mi casa?
—No sabía que era tu casa. Además, te salvé, ¿no? Eso es lo que cuenta.
No Scott, no es lo que cuenta. Necesito saber que no me va a pasar nada. Que no le va a pasar nada a nadie.
—Nerea, hazte un favor y deja de ver tantas películas –rió.
—Estoy asustada –me abracé a mí misma.
Y es que le tenía miedo a él, no a lo que había pasado esa noche, si no a él. A su persona, que ya de por sí era amenazante. Pero a la vez, sentía un fuerte lazo que me invitaba a investigar más sobre él. Era algo que me haría perder la cabeza en cualquier momento.
De repente sentí dos manos posarse en mis brazos, frotándolos de una manera que me reconfortó al instante.
Le miré a los ojos. Lo tenía justo enfrente de mí. Y otra ola de sentimientos contradictorios me invadió. El roce con su piel me hacía sentir segura, protegida. Pero al ver a Scott a los ojos, me sentía intimidada, enana a su lado.
—Escúchame Nerea, no soy un monstruo. Tienes que confiar en mí –me dijo serio. Tardó un rato en dejar de mirarme.
Se separó de mí y me rodeó, dirigiéndose hacia la puerta y abriéndola. Me giré para verle.
—No vuelvas por aquí, por favor… –le pedí, clavando mi vista en su nuca.
Dos segundos pasaron hasta que giró para decirme:
—Lo siento –sonrió y salió, volviendo a marcharse en aquella vistosa moto negra. Cerré la puerta.
Aquel “lo siento” no había sido de disculpa por entrar sin permiso a mi casa. Yo lo había entendido muy bien. Sabía que iba a volver, y se había disculpado por no hacerme caso.
Y para mi sorpresa, sonreí.
Supongo que, de alguna manera, el saber que volvería a verlo me reconfortaba.

Subí a ponerme el pijama y una vez me lo enfundé me quedé mirándome en el gran espejo al costado de mi cama.


—Eres tan complicada, Nerea… Y tan rara… –me reí de mi misma–. En fin.

1 comentario:

  1. Me encanta. En serio. Si a mí me pasara lo del policía le pegaba una ostia y lo denunciaba. Y me encantó la parte del "lo siento" y la reflexión de Nerea. Bueno todo perfecto. Sigue así. ;)

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