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martes, 1 de julio de 2014

Capítulo 2.

—Desde luego... No podemos dejarte solo ni un momento –habló María limpiándole las heridas de la cara–. ¿No sabes asistir a una fiesta sin que hayan golpes de por medio?
—¡Pues si no es culpa mía! –dijo Keegan, quien no hacía más que quejarse al notar el algodón que le ponías la morena en las heridas, impregnado de alcohol–. Las culpables son las tías que se me acercan, que se olvidan de repente de que tienen novio. Y claro, luego llegan ellos y se arma la de Dios.
—Pero tú sabes perfectamente lo que pasa siempre –le repliqué, mientras llegaba y me sentaba a su lado tomándome un zumo de uva. Estábamos en una zona donde apenas había nadie, en una esquina de la sala–. Eres como un imán para las chicas con pareja. ¿Acaso no sabes preguntar si tiene novio?
—Me parece demasiado atrevido por mi parte. Sería muy... de imbécil.
—¿Imbécil? Oh, bueno, en ese caso, mejor que te desfiguren la cara tíos de dos metros de alto –ironizó mi amiga mientras terminada de curarle.
Keegan ya iba a replicar, cuando escuchamos que la música paró y una chica gritaba desde la puerta de entrada.
—¡LA POLI!
En ese momento todos empezaron a correr, intentando salir del lugar. Entre María y yo cogimos al rubio para ayudarle a andar, pasando sus brazos por nuestros hombros. En realidad, no sabía exactamente el por qué de huir, pero supuse que alguien se había quejado del ruido.
Cuando ya estábamos avanzando por el jardín principal, nada más salir por la puerta, la policía llegó con los coches patrulla, arrestando a varios adolescentes que estaban en la fiesta.
Nosotros incluidos.

María no paraba de dar vueltas por toda la celda en la que nos habían encerrado. Había hecho más preguntas que un test para sacarte alguna licenciatura o alguna encuesta, donde cada pregunta era más absurda que la anterior y los agentes habían pasado completamente de su cara - por pesada, más que otra cosa -, lo que hacía que se alterase más.
—¡Abridnos! ¡No hemos hecho nada! ¡¡Exijo un abogado!! –exageraba, dándole a los barrotes de la celda con una taza de metal que había allí. Como en las películas, tal cual.
—¿No puedes decirle a tu amiga que se calle un rato? –me preguntó Oscar, compañero mío de clase. Nos conocíamos desde primaria, pero nunca habíamos sido íntimos amigos.
 No se va a callar. Ya lo he intentado. Pero bueno... –me acerqué a la ahora histérica de mi amiga–. María, escúchame: ya he llamado a mi prima. Vendrá en seguida, así que... ¡CÁLMATE!
Se tiró al suelo, aún agarrada a los barrotes y se puso a gesticular en silencio.
Me puse a hablar con varias amigas que estaban allí con nosotros, cuando escuché, inconscientemente, una conversación telefónica que estaba teniendo uno de los policías que había en comisaría.
Al parecer, y por lo que pude entender, se les habían vuelto a escapar alguna especie de banda que llevaban mucho tiempo intentando dar caza: un grupo que se dedica a hacer destrozos en sitios públicos de la ciudad y alrededores.
No tenía ni idea de por qué me había parado a escuchar esa conversación, ni por qué se me había erizado el bello de los brazos nada más oírla.
En ese momento entró mi prima por la puerta de comisaría. Fue atendida por un agente, pagó la pequeña fianza por nosotros tres y salimos de allí.
—Es increíble que haya tenido que pagar yo vuestra fianza –nos replicó, visiblemente enfadada–. Me ha dicho el comisario que os detuvo porque un vecino de la casa donde estabais de fiesta avisó de que había jaleo: peleas y música muy alta. Que esa es otra, ¿qué hacíais en una fiesta un lunes por la noche? ¡Son las dos de la mañana! A veces parecéis críos.
 —Deberías relajarte, Aroa, solo tenemos dos años menos que tú. A los dieciséis tú también hacías estas cosas, y sigues haciéndolas –dijo Keegan.
—¡No estamos hablando de mi! –Admitió, indirectamente, mi prima, mientras conducía en dirección a casa de María–. Bueno, esto ha sido una tontería. Nadie tiene por qué enterarse de esto.
—Entonces, ¿no se lo dirás a nuestros padres? –preguntó la chica que momentos antes había estado al borde del pánico.
—No.

Mis padres me habían mandado un mensaje avisándome de que la cena se alargaría y que llegarían sobre las cinco o las seis de la mañana. Así que como ya habíamos dejado a cada uno en sus casas, Aroa decidió quedarse a dormir en la mía.
El día siguiente transcurrió normal: clases aburridas, recreos animados, más clases aburridas... En lo que sí me fijé fue en que el nuevo compañero no había aparecido por el instituto. Nada más el pensar qué estaría haciendo me daba una sensación de intranquilidad que ni yo misma podía explicar. Una intranquilidad absurda, ya que no sé ni por qué pensé en él, ni por qué me puse tan tensa por el hecho de que no estuviese en clase. Podría haberse puesto enfermo, haberse despertado tarde y haber decidido no ir. ¡Quién sabe! A lo mejor es un vago.
Decidí dejar de calentarme la cabeza por ese chico.
Al terminar las clases, Aroa vino a comer a casa. Mis padres y mi hermano estuvieron preguntándole cosas varias, y cuando terminamos nos pusimos a hacer los deberes.
—Oye, Nerea, ¿te apetece venir a la casa de la playa hoy? Dicen que esta noche hay lluvia de estrellas.
—Oh, bueno vale –sonreí.
—Puedes invitar a Keegan y María. Dudo que haya alguien que conozcas allí. Aunque... No te vendría mal relacionarte con alguien más. Pareces autista.
—Ja, ja, ja. Eres muy graciosa, pero no necesito relacionarme con nadie más.
Eran las siete de la tarde cuando llegamos a la playa, rodeada de casas preciosas, una de las cuales era la que usábamos la familia cuando nos íbamos de vacaciones.
Hundimos nuestros pies en la suave arena y andamos hasta encontrar un sitio perfecto donde podíamos ver perfectamente el precioso cielo ya oscurecido.
La playa estaba llena de gente, haciendo hogueras, jugando y riendo. Habían niños pequeños cantando canciones como si de un campamento se tratara y otros que ya se habían quedado dormidos en las toallas y esterillas extendidas en la arena.
—¿A dónde vas? –pregunté a Keegan, mientras se levantaba de su silleta de playa.
—A preguntar si puedo jugar yo también –me contestó, señalando a unos niños que se perseguían. Me lo quedé mirando con cara de no haberme creído la tontería que acababa de decir–. Es broma. Voy a preguntarle a esos.
Eran unos chicos de unos diecisiete años que se encontraban unos metros más allá de nosotros jugando a las palas.
—Uo, uo, uo. ¡Espérame Keegan! –exclamó María levantándose de su asiento. Le habían llamado la atención aquellos chicos. Y como para no llamarla. Uno de ellos, el más alto, era pelirrojo de ojos azules, con una sonrisa que relucía incluso en la oscuridad y, ¿por qué no decirlo?, estaba muy bueno.
El otro era un poco más bajo, de pelo castaño y ojos marrones, y no se quedaba corto en cuanto a buenos abdominales.
Poco después mi prima se tuvo que ir a no-sé-qué-sitio. No me lo quiso decir. Lo que si me extrañó fue su comportamiento. Estaba un tanto nerviosa. En realidad, empezó a comportándose raro desde que recibió una llamada segundos antes de marcharse, aunque no me preocupé mucho por ello.
La noche transcurrió tranquila: vimos la lluvia de estrellas, María se hizo bastante amiga del chico de pelo castaño -Alejandro, se llamaba. ''Alex para los amigos'', había dicho-, mi prima había venido justo cuando los primeros pequeños astros surcaban el cielo de punta a punta hasta desaparecer por el horizonte...
Después, sobre las diez de la noche llegamos a casa, y lo que sucedió a lo largo de toda esa semana fue rutina y más rutina.
Hasta el viernes, todo fueron deberes, comer y dormir. En el instituto todo transcurrió normal, aunque una vez me tuvieron que llevar al despacho del director por haber tenido una especie de disputa a mano abierta con una chica de mi mismo curso que se me había puesto prepotente por haberse tropezado con mi pie sin querer, diciendo que le había puesto la zancadilla a propósito. Si, anda. No tengo yo mejores cosas que hacer.
De lo que sí me di cuenta fue que Scott, el nuevo, solo vino el jueves a clase, y estuvo como el primer día que se presentó: con la cabeza en otro lado.
¿Pero por qué me preocupo yo tanto por eso? Ni que debiera importarme lo que haga o deje de hacer ese chico, que al parecer era un poco distante y pasota, además de un chulo engreído. Al menos por lo poco que había visto.

Ese mismo viernes, invitaron a Keegan a la inauguración del nuevo parque de atracciones a las afueras de la ciudad. Le habían regalado tres entradas y nos propuso ir con él. Además de montarnos en las atracciones, después habría otra parte de la inauguración que se haría en un bar-cantina que había justo en el centro del parque. Habría bebida, comida y baile, así que nos pareció un buen plan de principio de fin de semana.

Me vestí con una camisa negra básica sin mangas abrochada hasta el cuello, metida por debajo de unos pantalones blancos de encaje, y como calzado, unas sandalias romanas negras hasta el tobillo.
A las ocho Keegan pasó por mi casa para recogerme, cogimos un bus hasta la de María y, de ahí, nos montamos en un taxi hasta el parque de atracciones.
En la puerta nos encontramos con un hombre tan alto y fuerte como una estantería de roble, quien nos recogió las entradas y nos dejó paso hasta el interior del recinto.
Una vez dentro, me quedé parada mirando a todas partes, observando todos los cachivaches, como los llamaba mi abuela, porque desde siempre me ha maravillado subirme a aquellos trastos y sentir la adrenalina manifestándose como un leve cosquilleo en mi estómago.
Cuando salí de mi un tanto absurdo asombro, dando botes de emoción, agarré de los brazos a mis amigos mientras los arrastraba a ambos hacia la primera tracción que allí se encontraba.

Sobre las once de la noche, ya habíamos recorrido las tres cuartas partes del parque, repitiendo en las atracciones que más nos gustaron, y, aunque las demás habían estado bien, por fin llegamos a la que yo había estado esperando durante toda la noche. La había visto en el folleto que nos habían dado nada más llegar, y dado que es la atracción estrella y además, las críticas de los hombres que ya habían montado para comprobar su estado y de los críticos que también habían subido a ella, eran extremadamente buenas, habían hecho de mi un manojo de nervios, ansiosa de comprobar en mis propias carnes cuán emocionante era.
Il grido del diavolo, ''El grito del diablo'' en Italiano.

—¿Puedes parar de dar botes? ¡Me estás poniendo nervioso!
—Uy, vale rubio, perdona –me disculpé–. Es que estoy entusiasmada. ¡Quiero subir ya!
—Cállate ya, que al final nos echan por tu culpa. O a lo mejor, incluso no nos dejan subir por si acaso te das un golpe en la cabeza y tu discapacidad crece.
—¿Qué discapacidad? –le pregunté, dubitativa. Hizo una mueca graciosa, torciendo los ojos poniéndose bizco y con las manos cruzadas en su pecho como si tuviese las manos engarrotadas–. Ja, ja, já. Muy gracioso, pero que tú seas retrasado no quiere decir que los demás lo seamos.

De los tres que habíamos venido, solo mi amigo de ojos azules y yo habíamos entrado a la cola para subir a la atracción. María había decidido quedarse en la entrada esperando porque le dio miedo.
Mientras esperábamos nuestro turno para poder subir, me fijé en un chico que estaba de perfil unas personas más allá de nuestra posición. Por la luz de las farolas, que iluminaban levemente el lugar donde se formaba la cola, pude ver que el chico tenía unos ojos azules preciosos, los cuales me quedé mirando fijamente de forma inconsciente durante unos segundos, y un pelo negro como el azabache, complementado por un gorro de lana estilo americano de color anaranjado. En realidad, no me di cuenta de quién era hasta que se dio la vuelta completamente, posando sus profundos ojos en los míos. Scott. Me puse nerviosa en cuanto establecimos contacto visual. Cada vez que lo miraba me pasaba lo mismo. Eran como una serie de sentimientos contradictorios dentro de mí: por una parte, sentía un poco de miedo, cosa que no podía entender; por otra, sentía mucho interés por conocerle, otra cosa que no entendía, porque no soy de meterme mucho en la vida de los demás; y por otra, algo parecido a atracción. Todo inexplicable para mí.
Mientras pensaba todo aquello, ya nos habíamos montado en los asientos de aquella monstruosa atracción, tan alta como el edificio más grande de toda Cataluña y con tantas curvas como la pista de carreras más difícil de todas.

Acabamos por repetir una vez más y, cuando dieron las doce ya nos habíamos montado en todo.
Cuando llegamos a la fiesta, había una cantidad de gente bailando por todo el local impresionante. Otra mucha estaba en la barra tomando algo, y otra mucha ya estaba medio pedo, riéndose a más no poder.
—Por dios, solo lleva diez minutos abierto este sitio y ya hay gente vomitando –dijo María, con cara de asco. Se había puesto un vestido azul marino ceñido a la cintura con un lacito del mismo color donde empezaba a abrirse, haciéndole un vuelo precioso. Llevaba el pelo suelto y con su rizado natural. Como calzado había elegido unas bailarinas negras, y había decorado sus pestañas con rímel, que resaltaba sus ojos marrones oscuros.
Pasados unos treinta minutos ya había perdido a mis dos acompañantes, como pasaba siempre. Me había quedado sola.
Decidí acercarme a la barra y pedí un Cosmopolitan. Me senté en uno de los taburetes anclados al suelo y observé cómo toda esa gente bailaba entre el bullicio que ellos mismos formaban. Sinceramente, para bailar, yo prefiero un espacio más libre, sin tanta gente pisándome cada dos por tres.
En cuanto terminé mi bebida me dirigí al baño, ya que llevaba todo el día sin ir. Mi vejiga estaba a punto de reventar, cuando, delante de mí, a pocos metros del baño, diferencié a mi derecha a Aroa sentada en uno de los sillones rojos pegados a la pared. Pero no estaba sola. Estaba sentada justo al lado de un chico bastante atractivo, de unos veinte años de edad y con el pelo un poco largo y rubio, aunque no pude ver mucho más, porque me quedé completamente helada. Había pensado en acercarme, pero rechacé la idea al instante en el que los dos individuos comenzaron a besarse como si no hubiera un mañana.
Di un paso hacia atrás. No quería estropear el momento, y bueno, también me daba un poco de asco, siendo sincera. Soy rara. Siempre lo he sido en ese aspecto, así que retomé mi camino hacia el baño.

La noche pasó rápida. Al final acabé encontrando a María, quien se quedó conmigo el resto de la fiesta. Bailamos y conocimos gente. Vimos a Keegan una vez cuando pasaba por al lado de nosotras. Llevaba a una chica rodeada por los hombros con su firme brazo. Nos guiñó un ojo y siguió hacia delante, desapareciendo por el baño de los chicos, aún con la tía esa. María y yo nos miramos y supimos perfectamente lo que iban a hacer aquellos dos ahí dentro, así que decidimos dejarlo pasar. Solo llegamos al acuerdo de que si se metía en una pelea más, esta vez no intervendríamos.
Nos alejamos de ahí para más precaución y fuimos con un grupo de gente que estaban jugando en una esquina del establecimiento a un juego por grupos.

Habría que divertirse de alguna manera el resto de la noche.

1 comentario:

  1. I LOVE IT, Me en-can-ta.... Me has dejado sin palabras, sencillamente genial. Sigue así ;)

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