—Desde luego... No podemos dejarte solo ni un momento –habló María
limpiándole las heridas de la cara–. ¿No sabes asistir a una fiesta sin que
hayan golpes de por medio?
—¡Pues si no es culpa mía! –dijo Keegan, quien no hacía más que
quejarse al notar el algodón que le ponías la morena en las heridas, impregnado
de alcohol–. Las culpables son las tías que se me acercan, que se olvidan de
repente de que tienen novio. Y claro, luego llegan ellos y se arma la de Dios.
—Pero tú sabes perfectamente lo que pasa siempre –le repliqué,
mientras llegaba y me sentaba a su lado tomándome un zumo de uva. Estábamos en
una zona donde apenas había nadie, en una esquina de la sala–. Eres como un
imán para las chicas con pareja. ¿Acaso no sabes preguntar si tiene novio?
—Me parece demasiado atrevido por mi parte. Sería muy... de
imbécil.
—¿Imbécil? Oh, bueno, en ese caso, mejor que te desfiguren la cara
tíos de dos metros de alto –ironizó mi amiga mientras terminada de curarle.
Keegan ya iba a replicar, cuando
escuchamos que la música paró y una chica gritaba desde la puerta de entrada.
—¡LA POLI!
En ese momento todos empezaron a
correr, intentando salir del lugar. Entre María y yo cogimos al rubio para
ayudarle a andar, pasando sus brazos por nuestros hombros. En realidad, no
sabía exactamente el por qué de huir, pero supuse que alguien se había quejado
del ruido.
Cuando ya estábamos avanzando por el
jardín principal, nada más salir por la puerta, la policía llegó con los coches
patrulla, arrestando a varios adolescentes que estaban en la fiesta.
Nosotros incluidos.
María no paraba de dar vueltas por
toda la celda en la que nos habían encerrado. Había hecho más preguntas que un
test para sacarte alguna licenciatura o alguna encuesta, donde cada pregunta
era más absurda que la anterior y los agentes habían pasado completamente de su
cara - por pesada, más que otra cosa -, lo que hacía que se alterase más.
—¡Abridnos! ¡No hemos hecho nada! ¡¡Exijo un abogado!! –exageraba,
dándole a los barrotes de la celda con una taza de metal que había allí. Como
en las películas, tal cual.
—¿No puedes decirle a tu amiga que se calle un rato? –me preguntó
Oscar, compañero mío de clase. Nos conocíamos desde primaria, pero nunca
habíamos sido íntimos amigos.
— No se va a callar. Ya lo he intentado. Pero
bueno... –me acerqué a la ahora histérica de mi amiga–. María, escúchame: ya he
llamado a mi prima. Vendrá en seguida, así que... ¡CÁLMATE!
Se tiró al suelo, aún agarrada a los
barrotes y se puso a gesticular en silencio.
Me puse a hablar con varias amigas
que estaban allí con nosotros, cuando escuché, inconscientemente, una
conversación telefónica que estaba teniendo uno de los policías que había en
comisaría.
Al parecer, y por lo que pude
entender, se les habían vuelto a escapar alguna especie de banda que llevaban
mucho tiempo intentando dar caza: un grupo que se dedica a hacer destrozos en
sitios públicos de la ciudad y alrededores.
No tenía ni idea de por qué me había
parado a escuchar esa conversación, ni por qué se me había erizado el bello de los
brazos nada más oírla.
En ese momento entró mi prima por la
puerta de comisaría. Fue atendida por un agente, pagó la pequeña fianza por
nosotros tres y salimos de allí.
—Es increíble que haya tenido que pagar yo vuestra fianza –nos
replicó, visiblemente enfadada–. Me ha dicho el comisario que os detuvo porque
un vecino de la casa donde estabais de fiesta avisó de que había jaleo: peleas
y música muy alta. Que esa es otra, ¿qué hacíais en una fiesta un lunes por la
noche? ¡Son las dos de la mañana! A veces parecéis críos.
—¡No estamos hablando de mi! –Admitió, indirectamente, mi prima,
mientras conducía en dirección a casa de María–. Bueno, esto ha sido una
tontería. Nadie tiene por qué enterarse de esto.
—Entonces, ¿no se lo dirás a nuestros padres? –preguntó la chica
que momentos antes había estado al borde del pánico.
—No.
Mis padres me habían mandado un mensaje
avisándome de que la cena se alargaría y que llegarían sobre las cinco o las
seis de la mañana. Así que como ya habíamos dejado a cada uno en sus casas,
Aroa decidió quedarse a dormir en la mía.
El día siguiente transcurrió normal:
clases aburridas, recreos animados, más clases aburridas... En lo que sí me
fijé fue en que el nuevo compañero no había aparecido por el instituto. Nada
más el pensar qué estaría haciendo me daba una sensación de intranquilidad que
ni yo misma podía explicar. Una intranquilidad absurda, ya que no sé ni por qué
pensé en él, ni por qué me puse tan tensa por el hecho de que no estuviese en
clase. Podría haberse puesto enfermo, haberse despertado tarde y haber decidido
no ir. ¡Quién sabe! A lo mejor es un vago.
Decidí dejar de calentarme la cabeza
por ese chico.
Al terminar las clases, Aroa vino a
comer a casa. Mis padres y mi hermano estuvieron preguntándole cosas varias, y
cuando terminamos nos pusimos a hacer los deberes.
—Oye, Nerea, ¿te apetece venir a la casa de la playa hoy? Dicen que
esta noche hay lluvia de estrellas.
—Oh, bueno vale –sonreí.
—Puedes invitar a Keegan y María. Dudo que haya alguien que
conozcas allí. Aunque... No te vendría mal relacionarte con alguien más.
Pareces autista.
—Ja, ja, ja. Eres muy graciosa, pero no necesito relacionarme con
nadie más.
Eran las siete de la tarde cuando
llegamos a la playa, rodeada de casas preciosas, una de las cuales era la que
usábamos la familia cuando nos íbamos de vacaciones.
Hundimos nuestros pies en la suave
arena y andamos hasta encontrar un sitio perfecto donde podíamos ver
perfectamente el precioso cielo ya oscurecido.
La playa estaba llena de gente,
haciendo hogueras, jugando y riendo. Habían niños pequeños cantando canciones
como si de un campamento se tratara y otros que ya se habían quedado dormidos
en las toallas y esterillas extendidas en la arena.
—¿A dónde vas? –pregunté a Keegan, mientras se levantaba de su
silleta de playa.
—A preguntar si puedo jugar yo también –me contestó, señalando a
unos niños que se perseguían. Me lo quedé mirando con cara de no haberme creído
la tontería que acababa de decir–. Es broma. Voy a preguntarle a esos.
Eran unos chicos de unos diecisiete
años que se encontraban unos metros más allá de nosotros jugando a las palas.
—Uo, uo, uo. ¡Espérame Keegan! –exclamó María levantándose de su
asiento. Le habían llamado la atención aquellos chicos. Y como para no
llamarla. Uno de ellos, el más alto, era pelirrojo de ojos azules, con una
sonrisa que relucía incluso en la oscuridad y, ¿por qué no decirlo?, estaba muy
bueno.
El otro era un poco más bajo, de
pelo castaño y ojos marrones, y no se quedaba corto en cuanto a buenos
abdominales.
Poco después mi prima se tuvo que ir
a no-sé-qué-sitio. No me lo quiso decir. Lo que si me extrañó fue su comportamiento.
Estaba un tanto nerviosa. En realidad, empezó a comportándose raro desde que
recibió una llamada segundos antes de marcharse, aunque no me preocupé mucho
por ello.
La noche transcurrió tranquila:
vimos la lluvia de estrellas, María se hizo bastante amiga del chico de pelo
castaño -Alejandro, se llamaba. ''Alex para los amigos'', había dicho-, mi
prima había venido justo cuando los primeros pequeños astros surcaban el cielo
de punta a punta hasta desaparecer por el horizonte...
Después, sobre las diez de la noche
llegamos a casa, y lo que sucedió a lo largo de toda esa semana fue rutina y
más rutina.
Hasta el viernes, todo fueron
deberes, comer y dormir. En el instituto todo transcurrió normal, aunque una
vez me tuvieron que llevar al despacho del director por haber tenido una
especie de disputa a mano abierta con una chica de mi mismo curso que se me
había puesto prepotente por haberse tropezado con mi pie sin querer, diciendo
que le había puesto la zancadilla a propósito. Si, anda. No tengo yo mejores
cosas que hacer.
De lo que sí me di cuenta fue que
Scott, el nuevo, solo vino el jueves a clase, y estuvo como el primer día que
se presentó: con la cabeza en otro lado.
¿Pero por qué me preocupo yo tanto
por eso? Ni que debiera importarme lo que haga o deje de hacer ese chico, que
al parecer era un poco distante y pasota, además de un chulo engreído. Al menos
por lo poco que había visto.
Ese mismo viernes, invitaron a
Keegan a la inauguración del nuevo parque de atracciones a las afueras de la
ciudad. Le habían regalado tres entradas y nos propuso ir con él. Además de
montarnos en las atracciones, después habría otra parte de la inauguración que
se haría en un bar-cantina que había justo en el centro del parque. Habría
bebida, comida y baile, así que nos pareció un buen plan de principio de fin de
semana.
Me vestí con una camisa negra básica
sin mangas abrochada hasta el cuello, metida por debajo de unos pantalones
blancos de encaje, y como calzado, unas sandalias romanas negras hasta el
tobillo.
A las ocho Keegan pasó por mi casa
para recogerme, cogimos un bus hasta la de María y, de ahí, nos montamos en un
taxi hasta el parque de atracciones.
En la puerta nos encontramos con un
hombre tan alto y fuerte como una estantería de roble, quien nos recogió las
entradas y nos dejó paso hasta el interior del recinto.
Una vez dentro, me quedé parada
mirando a todas partes, observando todos los cachivaches, como los
llamaba mi abuela, porque desde siempre me ha maravillado subirme a aquellos
trastos y sentir la adrenalina manifestándose como un leve cosquilleo en mi
estómago.
Cuando salí de mi un tanto absurdo
asombro, dando botes de emoción, agarré de los brazos a mis amigos mientras los
arrastraba a ambos hacia la primera tracción que allí se encontraba.
Sobre las once de la noche, ya
habíamos recorrido las tres cuartas partes del parque, repitiendo en las
atracciones que más nos gustaron, y, aunque las demás habían estado bien, por
fin llegamos a la que yo había estado esperando durante toda la noche. La había
visto en el folleto que nos habían dado nada más llegar, y dado que es la
atracción estrella y además, las críticas de los hombres que ya habían montado
para comprobar su estado y de los críticos que también habían subido a ella,
eran extremadamente buenas, habían hecho de mi un manojo de nervios, ansiosa de
comprobar en mis propias carnes cuán emocionante era.
Il grido del diavolo, ''El grito
del diablo'' en Italiano.
—¿Puedes parar de dar botes? ¡Me estás poniendo nervioso!
—Uy, vale rubio, perdona –me disculpé–. Es que estoy entusiasmada.
¡Quiero subir ya!
—Cállate ya, que al final nos echan por tu culpa. O a lo mejor,
incluso no nos dejan subir por si acaso te das un golpe en la cabeza y tu
discapacidad crece.
—¿Qué discapacidad? –le pregunté, dubitativa. Hizo una mueca
graciosa, torciendo los ojos poniéndose bizco y con las manos cruzadas en su
pecho como si tuviese las manos engarrotadas–. Ja, ja, já. Muy gracioso, pero
que tú seas retrasado no quiere decir que los demás lo seamos.
De los tres que habíamos venido,
solo mi amigo de ojos azules y yo habíamos entrado a la cola para subir a la
atracción. María había decidido quedarse en la entrada esperando porque le dio
miedo.
Mientras esperábamos nuestro turno
para poder subir, me fijé en un chico que estaba de perfil unas personas más
allá de nuestra posición. Por la luz de las farolas, que iluminaban levemente
el lugar donde se formaba la cola, pude ver que el chico tenía unos ojos azules
preciosos, los cuales me quedé mirando fijamente de forma inconsciente durante
unos segundos, y un pelo negro como el azabache, complementado por un gorro de
lana estilo americano de color anaranjado. En realidad, no me di cuenta de
quién era hasta que se dio la vuelta completamente, posando sus profundos ojos
en los míos. Scott. Me puse nerviosa en cuanto establecimos contacto visual.
Cada vez que lo miraba me pasaba lo mismo. Eran como una serie de sentimientos
contradictorios dentro de mí: por una parte, sentía un poco de miedo, cosa que
no podía entender; por otra, sentía mucho interés por conocerle, otra cosa que
no entendía, porque no soy de meterme mucho en la vida de los demás; y por
otra, algo parecido a atracción. Todo inexplicable para mí.
Mientras pensaba todo aquello, ya
nos habíamos montado en los asientos de aquella monstruosa atracción, tan alta
como el edificio más grande de toda Cataluña y con tantas curvas como la pista
de carreras más difícil de todas.
Acabamos por repetir una vez más y,
cuando dieron las doce ya nos habíamos montado en todo.
Cuando llegamos a la fiesta, había
una cantidad de gente bailando por todo el local impresionante. Otra mucha
estaba en la barra tomando algo, y otra mucha ya estaba medio pedo, riéndose a
más no poder.
—Por dios, solo lleva diez minutos abierto este sitio y ya hay
gente vomitando –dijo María, con cara de asco. Se había puesto un vestido azul
marino ceñido a la cintura con un lacito del mismo color donde empezaba a
abrirse, haciéndole un vuelo precioso. Llevaba el pelo suelto y con su rizado
natural. Como calzado había elegido unas bailarinas negras, y había decorado
sus pestañas con rímel, que resaltaba sus ojos marrones oscuros.
Pasados unos treinta minutos ya
había perdido a mis dos acompañantes, como pasaba siempre. Me había quedado
sola.
Decidí acercarme a la barra y pedí
un Cosmopolitan. Me senté en uno de los taburetes
anclados al suelo y observé cómo toda esa gente bailaba entre el bullicio que
ellos mismos formaban. Sinceramente, para bailar, yo prefiero un espacio más
libre, sin tanta gente pisándome cada dos por tres.
En cuanto terminé mi bebida me
dirigí al baño, ya que llevaba todo el día sin ir. Mi vejiga estaba a punto de
reventar, cuando, delante de mí, a pocos metros del baño, diferencié a mi
derecha a Aroa sentada en uno de los sillones rojos pegados a la pared. Pero no
estaba sola. Estaba sentada justo al lado de un chico bastante atractivo, de
unos veinte años de edad y con el pelo un poco largo y rubio, aunque no pude
ver mucho más, porque me quedé completamente helada. Había pensado en acercarme,
pero rechacé la idea al instante en el que los dos individuos comenzaron a
besarse como si no hubiera un mañana.
Di un paso hacia atrás. No quería
estropear el momento, y bueno, también me daba un poco de asco, siendo sincera.
Soy rara. Siempre lo he sido en ese aspecto, así que retomé mi camino hacia el
baño.
La noche pasó rápida. Al final acabé
encontrando a María, quien se quedó conmigo el resto de la fiesta. Bailamos y
conocimos gente. Vimos a Keegan una vez cuando pasaba por al lado de nosotras. Llevaba
a una chica rodeada por los hombros con su firme brazo. Nos guiñó un ojo y
siguió hacia delante, desapareciendo por el baño de los chicos, aún con la tía
esa. María y yo nos miramos y supimos perfectamente lo que iban a hacer
aquellos dos ahí dentro, así que decidimos dejarlo pasar. Solo llegamos al
acuerdo de que si se metía en una pelea más, esta vez no intervendríamos.
Nos alejamos de ahí para más
precaución y fuimos con un grupo de gente que estaban jugando en una esquina
del establecimiento a un juego por grupos.
Habría que divertirse de alguna
manera el resto de la noche.
I LOVE IT, Me en-can-ta.... Me has dejado sin palabras, sencillamente genial. Sigue así ;)
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